De
seguro, todos hemos experimentado una cercanía afectiva con algún profesor en
nuestra vida escolar o en la etapa universitaria. Así, podemos apreciar la
importancia que tiene la relación afectiva entre maestros y alumnos como puente
para un mejor aprendizaje. Freire, de manera categórica, decía: “Es imposible
enseñar sin la capacidad forjada, inventada, bien cuidada de amar”.
El
afecto normalmente es mutuo. Cuando alguien nos expresa afecto es decir nos
muestra con sus acciones que somos importantes o especiales, normalmente nos sentimos motivados a devolver
ese afecto. La relación afectiva constructiva afirma la identidad del otro y lo
hace más humano porque mueve las fibras más sensibles de su ser. Cada relación
afectiva es única y las expresiones de ese afecto varían de persona a persona,
así como según el tipo de relación.
La
relación maestro –alumno es eminentemente una relación de enseñanza-
aprendizaje. El cariño ocurre en este contexto, el cual es apreciado por el
alumno en la medida en que éste último se siente comprendido, apoyado, retado,
estimulado, acompañado en su proceso de aprendizaje. Estas acciones del maestro
van a generar en el alumno unas actitudes en reciprocidad como son la confianza
en sí mismo y en lo que hace, el compromiso, el entusiasmo, la apertura, el
cariño. El maestro como mediador se constituye en canal de propuestas de
conocimiento ofreciéndose a sí mismo como garante de ese aprendizaje.
El
estudiante se da cuenta cuando el profesor lo estima. Lo descubre en la
manera en que se conecta con sus intereses y con sus habilidades; en
los temas que trata en clase y su pertinente manera de hacerlo para que él o
ella encuentre sentido en lo que aprende. Así mismo, en las estrategias que
despliega para tratar de involucrar al estudiante y sus especiales habilidades
y hacerle más viables los contenidos.
En el
contexto de la relación afectiva, el profesor desafía a sus alumnos a dar
lo mejor de sí mismos. Además, comparte la alegría del aprendizaje, porque es
un logro de ambos. Paulo Freire dice con acierto que “es notable la
capacidad que tiene la experiencia pedagógica para despertar, estimular y
desarrollar en nosotros el gusto de querer bien y el gusto de la alegría, sin
la cual la práctica educativa pierde sentido”. Quizá es esto a lo
que llamamos vocación: el maestro que tiene vocación experimenta este gozo de
enseñar para que el otro aprenda y esto es interpretado en términos afectivos
por el alumno.
En
un colegio de la ciudad se realizó una encuesta a grupos de estudiantes acerca
de cuáles eran las características que ellos consideraban debería tener un buen
docente. Las respuestas fueron luego clasificadas en dos dimensiones: didáctica
y afectiva. Respuestas tales como
dominio de la materia, estrategias de enseñanza variadas, calidad de la
evaluación que son de orden didáctico se emitieron junto a respuestas de
orden afectivo tales como interés del profesor por el alumno, las
características personales del profesor (justo, cariñoso, que sepa escuchar),
su capacidad de entusiasmar y de relacionarse.
Un
profesor puede ser buena gente y
cariñoso, pero no será apreciado por sus alumnos si ellos sienten que no
aprenden, que sus capacidades no están siendo desarrolladas. Así mismo un
profesor puede ser muy simpático, pero si no prepara bien su clase, o pierde
el tiempo o no tiene un manejo adecuado de la disciplina en el curso, de seguro
estos factores disminuirán su autoridad y el aprecio de sus alumnos. Un
profesor muy exigente pero que devuelve los exámenes con anotaciones y
sugerencias que le permiten al alumno conocer sus errores y superarlos, está
demostrando que le importa el aprendizaje de los alumnos y esto es interpretado
afectivamente, aunque sea una cualidad didáctica.
Cada
profesor tiene su estilo de expresar cariño a sus estudiantes. El asunto no
consiste en hablar y sonreír mucho, es mucho más que eso. Para que la acción
educativa sea efectiva ha de pasar por lo afectivo, porque el
aprendizaje pasa por la autoestima, la motivación, la confianza en sí mismo, la
alegría de aprender. El entusiasmo por lo que se enseña enciende a su vez el
entusiasmo en los alumnos. Por esto la importancia de que el profesor ame su
materia, lo cual funciona como una invitación a aprender aquello que el
profesor tanto ama. En este sentido es importante la vocación, es decir el afán
porque el otro se aprenda. Por eso observamos que el maestro que tiene vocación
se afana buscando estrategias para convocar a sus alumnos al aprendizaje de su
materia.
El
respeto por el alumno y su proceso de aprendizaje, produce también un lazo o
puente afectivo entre el profesor y el alumno. ¿Qué alumno puede querer
un profesor que lo burle o que continuamente se muestre desesperado y
desesperanzado?
El
ser humano es un todo integrado. Es imposible deslindar lo emocional de lo
espiritual, de lo físico, de lo mental. El comprender algo produce una emoción
en la persona más fría. El no comprender algo produce ansiedad en el más
despreocupado y si esto se prolonga puede afectar su salud. En una de las
“Cartas a quien pretende enseñar”, Freire le dice a los docentes: “Es preciso
atreverse para decir científicamente y no blablablamente, que estudiamos,
aprendemos, enseñamos y conocemos con nuestro cuerpo entero. Con los sentimientos,
con las emociones, con los deseos, con los miedos, con las dudas, con la pasión
y también con la razón crítica”.
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