Con suerte, los niños de apartamento
y de padres superocupados, conocen las playas de La Romana, (“Romana”)
Bávaro y Juan Dolio y sus respectivos resorts. Pero quizá nunca se han
bañado en un río, ni han jugado a encontrar figuras en las nubes, ni a contar
los colores del arcoíris. Tampoco han “maroteado” frutas en solares baldíos, mucho
menos han visto en el cielo estrellas fugaces.
De seguro los niños actuales
manejan el mouse con destreza, desde que tienen menos de un año pasan el dedo
por la pantalla de un Ipad para cambiar de imagen. Bajan canciones y juegos de
la computadora, y consiguen cuanta información existe bajo la mirada atónita de
padres y abuelos que comentan orgullosos su gran inteligencia.
Lo más probable es que los niños
actuales al ver una película la entiendan enseguida aunque esté comenzada,
además de la facilidad que tienen para manejar los controles, los canales
y para poner un dvd… ante la sorpresa de nosotros los adultos, que tenemos que
aplicarnos a fondo para realizar cualquiera de esas operaciones.
Todas esas destrezas y competencias propias
del mundo actual, entre otras cosas también les ha investido de una autoridad
frente a los adultos expresada a veces con un: “pásame que tú no sabes” o, “ven
para explicarte”. Algunos adultos se sienten amilanados y torpes frente a estas
criaturas que se la saben casi todas.
Nosotros los adultos somos los
responsables de educar a esta nueva generación transmitiéndoles los saberes y
desarrollando en ellos una capacidad de disfrute a la que ellos no están tan
expuestos ni por la TV ni por los medios electrónicos, a saber, el goce del
mundo de lo natural y sensible, el que
se percibe a través de los sentidos y se aposenta en el alma.
Muchos de nosotros los mayores, padres,
madres y educadores de hoy día, nos sentábamos en una mesa con mantel de
cuadritos a saborear un sancocho de varias carnes y a pescar longanizas y los
víveres que más nos gustaban. También escogíamos de una bandeja de tostones el
más quemadito, disfrutábamos del olor de la leche hirviendo. Comimos concon, y
con una cuchara raspamos el dulce de leche pegado en una olla de hierro. Estos y
otros placeres de los sentidos no se consiguen por medio tecnológicos, ni los
ofrece McDonald y Pizzahut.
Recordemos que tuvimos madres, o
padres, abuelas o abuelos, tíos o tías, padrinos o madrinas
con suficiente tiempo libre para contarnos cuentos, llevarnos al campo,
abrazarnos largo rato, prepararnos una batida, traernos un sencillo pero
significativo regalo. Había tiempo para la ternura. Estos niños nuestros de
ahora, se han encontrado que todo el mundo está ocupado y de prisa. Solo la tv
y la computadora los escuchan y tienen paciencia, no se mueven.
Nuestros niños y niñas necesitan de
nuestras experiencias y relatos y de la felicidad que emanamos al hacerlos. Aunque
no les sirvan para resolver nada inmediato necesitan que los enseñemos a
explorar, a mirar pequeñas cosas y a disfrutar de lo sencillo. Nuestros niños y
jóvenes requieren de nuestros oídos, de nuestro cariño, de nuestras anécdotas.
No nos cansemos de enseñarles la luna lunera cascabelera, ni de darles a oler
una pequeña rosa, ni de darles a probar un dulcito de coco o una carambola.
Toquemos con ellos una hoja aterciopelada, escuchemos una cigüita mañanera o un
grillo molestoso.
El gusto se afina y refina, la
sensibilidad se educa. A mirar, a oler, a escuchar, a saborear, a sentir con
las manos la suavidad de otras manos o el calor de un abrazo, a todo eso se
aprende. Recuperemos con ellos el valor de una caricia, de una sonrisa, de una
palabra hermosa, de un verso de amor y de un gesto solidario. Esta es nuestra
fortaleza, aquí reside nuestra autoridad, estos son los puentes donde podemos
encontrarnos: en lo sensible, en lo natural, en lo netamente humano, eso no
cambia.
Tantas cosas han ido a parar a la
escuela, lo sé, pero educar la sensibilidad, ésta, por si acaso, no la podemos soltar en banda. En
esta dimensión la escuela también tiene que tener respuestas.
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