Entre amaneceres y atardeceres transcurre la vida, como si yo fuera una mujer del neolítico. De madrugada levanto mis ojos hacia el este y en la tarde al oeste para la despedida. En absoluta soledad y silencio contemplo como si fuera el primer ser humano que lo hizo y se hizo preguntas sin obtener respuestas ciertas.
El alba, la aurora, justo antes de que aparezca el sol en el horizonte es un espectáculo íntimo, gratuito en todo el sentido de la palabra, puntual, ni antes ni después. La alegría que se siente es indescriptible. Sonrío sola, para mí, para nadie, para el universo.
Nunca me gustaron las despedidas, de pequeña me imaginaba que eran para siempre. Cuando alguien se iba de viajes me escondía para no decir adiós, en mi imaginario el que se iba no volvía. Sin embargo con gozo despido al sol, también en la intimidad y con otra sonrisa, tengo la seguridad de que vuelve al día siguiente.
Entre amaneceres y atardeceres trabajo, mis brazos se extienden para realizar tareas, aquellas que me tocan, el "chin" que me toca hacer en el mundo y por la humanidad. El día, oh el día, salpimentado de sorpresas, de pequeños planes por hacer y de otros realizados. Por la noche la luna en sus fases y estados de ánimo, las estrellas y su fidelidad, luego el descanso, las emociones reposan, los pensamientos se aquietan, y así día tras día, así transcurre la vida.
Con los amaneceres y los atardeceres he aprendido a estar ahí, a la espera, unos minutos antes para gozar del milagro de la transformación de los grises a los colores rojos y naranjas. De los amaneceres y atardeceres he sentido con certeza que todo pasa fugazmente y que el instante es la eternidad.
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