lunes, 22 de septiembre de 2014

Entre amaneceres y atardeceres




Entre amaneceres y atardeceres transcurre la vida, como si yo fuera una mujer del neolítico. De madrugada levanto mis ojos hacia el este y en la tarde al oeste para la despedida. En absoluta soledad y silencio contemplo como si fuera el primer ser humano que lo hizo y se hizo preguntas sin obtener respuestas ciertas. 





El alba, la aurora, justo antes de que aparezca el sol en el horizonte es un espectáculo íntimo, gratuito en todo el sentido de la palabra, puntual, ni antes ni después. La alegría que se siente es indescriptible. Sonrío sola, para mí, para nadie, para el universo. 

Nunca me gustaron las despedidas, de pequeña me imaginaba que eran para siempre. Cuando alguien se iba de viajes me escondía para no decir adiós, en mi imaginario el que se iba no volvía. Sin embargo con gozo despido al sol, también en la intimidad y con otra sonrisa, tengo la seguridad de que vuelve al día siguiente.


Entre amaneceres y atardeceres trabajo, mis brazos se extienden para realizar tareas, aquellas que me tocan, el "chin" que me toca hacer en el mundo y por la humanidad. El día, oh el día, salpimentado de sorpresas, de pequeños planes por hacer y de otros realizados. Por la noche la luna en sus fases y estados de ánimo, las estrellas y su fidelidad, luego el descanso, las emociones reposan, los pensamientos se aquietan, y así día tras día, así transcurre la vida.

Con los amaneceres y los atardeceres he aprendido a estar ahí, a la espera, unos minutos antes para gozar del milagro de la transformación de los grises a los colores rojos  y naranjas. De los amaneceres y atardeceres he sentido con certeza que todo pasa fugazmente y que el instante es la eternidad.   










domingo, 14 de septiembre de 2014

De miedos y temores

Por ahí les comencé a contar sobre mis miedos, que por cierto son menos que mis sentimientos de confianza y de valentía. Lo primero es que no le temo al miedo, cuando lo siento, lo identifico y cuestiono, aunque esto no quiere decir que se me quite del todo, pero por lo menos pierde fuerza.

No le tengo miedo ni a las culebras ni a las cacatas, tampoco es que juegue con ellas como si fueran mis amiguitas, pero las miro de frente y hasta he sabido cuquearlas. No le temo a la oscuridad, aunque se me ha quedado en la memoria una imagen de una película de Boris Karlof, en que una persona entra a un cuarto oscuro y el interruptor de la luz estaba cubierto por una mano. No le tengo miedo a los muertos, nunca he sentido a ninguno y si algún un día viene uno a contactarme me dará curiosidad lo que quiere de mí.

No le tengo miedo a las cucarachas, ni a los ratones, cuando he tenido que enfrentarme a algunos en duelo de muerte lo he hecho, aunque por deformación provocada por Disney,  me conduelo por  los segundos. Tampoco le temo a los relámpagos y los truenos, aunque me impacta el estruendo me gustan las formas psicodélicas que dibujan  en el cielo. No le temo a la velocidad siempre y cuando sea yo misma que la produzca. No le temo a perderme, estoy segura que siempre hay salidas y mientras tanto se conocen parajes que de otra forma fuera difícil.

No le temo a la soledad que me da espacio para inventar y que siempre me proporciona momentos íntimos donde solo me ocupo de mí misma.  No le tengo miedo a meter la pata, tantas veces la he metido y no pasa nada, todo el mundo la mete. No le temo a los compromisos, estoy habituada y normalmente salgo más o menos bien. Como estoy segura que no soy perfecta, no le tengo miedo a equivocarme, cuando lo he hecho he pedido perdón y no se me ha quitado ningún pedazo. No le temo a enfrentar situaciones de conflicto, ya que lo único que puede pasar es que se solucione o salga a la luz, en cualquier caso ambas situaciones son mejores que asuntos subyacentes. No le temo a ser herida, siempre le busco la vuelta al otro para entender.

Ahora bien: le tengo miedo a los precipicios y a carreteras escarpadas sobre todo cuando voy montada en una guagua. Le tengo miedo a los montantes y por derivación a las vejigas que explotan, en eso me parezco a los gatos y a los perros. Le tengo cierto miedo a la música que suena en volúmenes incontrolables sobre todo a los Tun Tun de los bajos. Le tengo miedo a quedarme sin recuerdos, buenos y malos, me he convencido que es imposible deshacerme de un tipo sin que también se vaya el otro, así que me regodeo en mis recuerdos sin reprimirlos, aunque llore y me ría intermitentemente.

También le temo o le temía a que se me cayeran todos los dientes y me tuvieran que poner un plancha, este miedo se me ha quitado desde que me enteré que existen los implantes. Le temo a vivir sin verde, sin flores, sin cielos coloreados y sin pájaros cantores. Le tengo miedo a los prejuicios, a la desesperanza, al desamor, a la frialdad de los sentimientos, a las miradas sin expresión. Le temo a quedarme sin la libertad de caminar, de tomar decisiones. Le tengo miedo a que mis seres queridos sufran.

Por ahora, estos temores y otros más que no recuerdo o no quiero recordar, en su mayoría son potenciales, por eso los tengo aplazados. Cuando las situaciones se presenten y con ellas sobrevengan los miedos,  confío en que tendré fuerzas para enfrentarlos, tal y como lo hecho en estos tantos años. 

domingo, 7 de septiembre de 2014

Educar para la sensibilidad y la ternura

Cuando éramos niños, de la forma más natural, nos divertíamos al aire libre, tanto en los días de semana que jugábamos en el vecindario, se montaba bicicleta, patines,  como en los fines de semana que íbamos al campo, a la playa o a un río. Las circunstancias actuales han condicionado la forma de diversión de las familias. En los días de semana hay clases particulares y se practican juegos electrónicos, los fines de semana se va al cine o a un centro comercial.

Con suerte, los niños de apartamento y de padres superocupados, conocen las  playas de La Romana, (“Romana”) Bávaro  y Juan Dolio y sus respectivos resorts. Pero quizá nunca se han bañado en un río, ni han jugado a encontrar figuras en las nubes, ni a contar los colores del arcoíris. Tampoco han “maroteado” frutas en solares baldíos, mucho menos han visto en el cielo estrellas fugaces. 
De seguro los niños  actuales manejan el mouse con destreza, desde que tienen menos de un año pasan el dedo por la pantalla de un Ipad para cambiar de imagen. Bajan canciones y juegos de la computadora, y consiguen cuanta información existe bajo la mirada atónita de padres y abuelos que comentan orgullosos su gran inteligencia. 
Lo más probable es que los niños actuales al ver una película la entiendan enseguida aunque esté comenzada, además de la facilidad que tienen para manejar los controles,  los canales y para poner un dvd… ante la sorpresa de nosotros los adultos, que tenemos que aplicarnos a fondo para realizar cualquiera de esas operaciones.
Todas esas destrezas y competencias propias del mundo actual, entre otras cosas también les ha investido de una autoridad frente a los adultos expresada a veces con un: “pásame que tú no sabes” o, “ven para explicarte”. Algunos adultos se sienten amilanados y torpes frente a estas criaturas que se la saben casi todas.
Nosotros los adultos somos los responsables de educar a esta nueva generación transmitiéndoles los saberes y desarrollando en ellos una capacidad de disfrute a la que ellos no están tan expuestos ni por la TV ni por los medios electrónicos, a saber, el goce del mundo de lo natural y  sensible, el que se percibe a través de los sentidos y se aposenta en el alma.
Muchos de nosotros los mayores, padres, madres y educadores de hoy día, nos sentábamos en una mesa con mantel de cuadritos a saborear un sancocho de varias carnes y a pescar longanizas y los víveres que más nos gustaban. También escogíamos de una bandeja de tostones el más quemadito, disfrutábamos del olor de la leche hirviendo. Comimos concon, y con una cuchara raspamos el dulce de leche pegado en una olla de hierro. Estos y otros placeres de los sentidos no se consiguen por medio tecnológicos, ni los ofrece McDonald y Pizzahut.
Recordemos que tuvimos madres, o padres, abuelas  o  abuelos, tíos o tías, padrinos o madrinas  con suficiente tiempo libre para contarnos cuentos, llevarnos al campo, abrazarnos largo rato, prepararnos una batida, traernos un sencillo pero significativo regalo. Había tiempo para la ternura. Estos niños nuestros de ahora, se han encontrado que todo el mundo está ocupado y de prisa. Solo la tv y la computadora los escuchan y tienen paciencia, no se mueven.
Nuestros niños y niñas necesitan de nuestras experiencias y relatos y de la felicidad que emanamos al hacerlos. Aunque no les sirvan para resolver nada inmediato necesitan que los enseñemos a explorar, a mirar pequeñas cosas y a disfrutar de lo sencillo. Nuestros niños y jóvenes requieren de nuestros oídos, de nuestro cariño, de nuestras anécdotas. No nos cansemos de enseñarles la luna lunera cascabelera, ni de darles a oler una pequeña rosa, ni de darles a probar un dulcito de coco o una carambola. Toquemos con ellos una hoja aterciopelada, escuchemos una cigüita mañanera o un grillo molestoso.
El gusto se afina y refina, la sensibilidad se educa. A mirar, a oler, a escuchar, a saborear, a sentir con las manos la suavidad de otras manos o el calor de un abrazo, a todo eso se aprende. Recuperemos con ellos el valor de una caricia, de una sonrisa, de una palabra hermosa, de un verso de amor y de un gesto solidario. Esta es nuestra fortaleza, aquí reside nuestra autoridad, estos son los puentes donde podemos encontrarnos: en lo sensible, en lo natural, en lo netamente humano, eso no cambia.

Tantas cosas han ido a parar a la escuela, lo sé, pero educar la sensibilidad, ésta,  por si acaso, no la podemos soltar en banda. En esta dimensión la escuela también tiene que tener respuestas.