Al
mirarnos en el espejo de nuestros hijos, ellos nos reflejan una imagen que nos recuerda nuestro ser más original. Es
así como perdidos en los laberintos de los condicionamientos y compromisos,
nuestros hijos se convierten en el hilo de Ariadna que nos guía hacia nosotros
mismos, a nuestra esencia y ser más auténtico.
Cada
hijo tiene en común con nosotros características muy nuestras. Al compartir con ellos
nos damos cuenta de lo que guardamos en las entretelas del corazón y del olvido.
Anne Morrow Lindbergh en su libro “El don del Mar”, expone que cada niño
anhela la relación única que alguna vez tuvo con su madre. Esta relación única
a la que aspiramos se puede rescatar con cada hijo en pequeños periodos, días o
semanas y en diferentes etapas de la vida. Con cada hijo sintonizamos en algún aspecto
porque cada hijo se nos parece en algo. Así como gozamos y a veces sufrimos las
semejanzas, honramos y celebramos las necesarias diferencias. En lo que a mí
respecta, me recreo en, y con las
particularidades de cada hijo o hija.
Soy la tercera de siete hermanos, los dos que me anteceden son varones. De niña admiraba la independencia de los varones, sus juegos, excursiones. Compartía con ellos y sus amigos algunas de estas actividades, pero otras me estaban vedadas por mi condición de niña. Añoraba estar en su grupo sobre todo cuando salían de paseo al campo sin rumbo fijo. Algunos de los juegos de niñas me aburrían un poco, aunque intentaba ponerles mi toque de aventura y creatividad.
Me
siento muy honrada porque he sido invitada por mis dos hijos varones a un viaje
que inicialmente fue planeado exclusivamente para ellos. Un viaje de aventura,
imprevistos previstos, incomodidades gratificantes y así. Han programado su
viaje a su medida e intereses y me han asociado
a su energía masculina. A la vez los percibo a ellos enchufados con mi
sensibilidad e inclinación a perseguir la belleza. De forma que entre la
búsqueda de lo inesperado, y también de la belleza presente en la naturaleza,
haremos un buen trío.
Hace
un tiempo mi hijo mayor me invitó a una excursión para hacer unas fotos a aves
migratorias y otros animales. Desarrollamos una sintonía perfecta: nos
levantábamos oscuro de madrugada con una gran celeridad para esperar el
amanecer junto a un lago; nos regocijamos observando las diversas especies de
aves; desayunamos en el carro detenidos en un camino y al mediodía disfrutamos
de una cerveza de estación; hasta entrada la noche permanecíamos en el parque
esperando la salida de los búhos a su caza habitual.
Mi
tercer hijo también es varón, con él disfruté
un inolvidable viaje a Bahía de las
Aguilas y al Hoyo de Pelempito. Mi hijo y yo nos arreglamos sin palabras
y sin reglas para hacer las cosas que ambos nos gustaban. Desde la música que
llevábamos en el carro, las paradas que haríamos, la comida, los lugares a
visitar. Cuántas cosas conversamos. Nos detuvimos a reírnos de unos
burritos teñidos de rojo por tanto
revolcarse en esa tierra sureña, a contemplar las mariposas amarillas cual
Mauricio Babilonia, bebiendo de los charcos de agua. En la playa jugamos
con unos peces que cuando
son molestados se inflan y se llenan de espinas punzantes.
Con mi hija mayor hago conexiones extrasensoriales, aun en la lejanía ella y yo permanecemos en contacto. Yo la llamo cuando ella casi me iba a llamar y viceversa. Ella confía en mí y yo en ella. Aun en ciudades grandes cuando yo me le pierdo por andar distraída, ella me encuentra. Nuestras conversaciones son francas y a la vez respetuosas. El amor por la música ha marcado un compás entre nosotras. Su paciencia y sensatez me invita a la propia.
Mi
hija menor y yo caminamos al mismo ritmo, nos arreglamos para agradarnos la una
a la otra, para detenernos o avanzar, nos complacemos mutuamente. Cocinamos e
inventamos, nos reímos, ella resuelve cosas que yo no puedo. Cuando necesitamos
cariño nos abrazamos, nos gustan los mimos y los gatos. Nos aliamos fácilmente
en las protestas sociales y en las conquistas por los derechos.
A la
vez nosotros padres al propiciar esta conexión con nuestros hijos estamos valorando
su individualidad y a la vez estamos vinculándonos con nuestros propios padres. Carola Castillo, especialista
en constelaciones familiares, dice que los hijos adultos independientes no
hacen lo que sus padres quieren, ni tampoco hacen lo contrario, no esperan que
sus padres cambien, ni rompen el vínculo con ellos. Sencillamente, los adultos
independientes nos sentimos agradecidos
por la vida que nuestros padres nos dieron, a la vez que pasamos esa misma
energía a nuestros hijos, que se nos parecen, pero que por suerte nos trascienden.